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Blog de A. De Bacle (cambiar): Página Principal Entradas Historial Estadísticas |
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Nietzsche se proclamó filósofo a martillazos, improvisado sepulturero de la causa causorum del Aquinate. Probablemente hubiera deseado ser quien le hubiera dado el descabello a Dios, al verlo agonizar, clavadas las manos en el suelo, suplicando dolorosamente una piedad que su probada crueldad le hubiera negado -¿escuchó las súplicas del hijo?¿sofocó su clemencia el calor de las llamas que asfixiaban herejes ante la mirada de sus ministros?-. No: al enloquecido alemán le bastó poder firmar su certificado de defunción, y dejó el cómodo sillón para convertirse en enterrador de todo un dios nada menos. Del gran Dios, del Único, del Excluyente, del Sólo-adórame-a-mí-o-te-aniquilo.
Toneladas de incienso quemadas en su honor se perdieron por los ventanales de iglesias y catedrales. Se detuvo el movimiento de los sahumerios y sacerdotes, monjas y frailes rasgaron sus hábitos ante la amarga constatación de que un alemán -gloriosa paradoja- había enterrado bajo los árboles de Sils-Maria a Yahvé decrépito y anciano. Muerto de viejo, muerto de olvido porque su temor se conservaba vago entre los desheredados, pero el mundo civilizado Lo había olvidado. Las guerras ahora se harían por las banderas. Las guerras serían de pobres contra ricos, de "nosotros" contra "vosotros" -por vuestra tierra, por vuestras casas, para demostraros que "nosotros" somos mejores que "vosotros". Y Dios solo en la morgue, con una etiquetita lacónica colgada de un dedo del pie, enorme como sólo el pie de Dios puede serlo, frío y amoratado. Siente cómo le arrancan la vida unos forenses vestidos de blanco: tejido muscular divino, vísceras sacrosantas, cartílago del Principium Mundi, dientes tan imponentes que el Dr. A siente deseos irreprimibles de hacerse un collar con un gran canino -no como amuleto, qué duda cabe, sino como un único y hermoso trofeo de caza. Pronto Dios se ve diseccionado, carente de tres cuartas partes de su cuerpo que pasan a ocupar unos discretos frascos de formol en los estantes de la facultad de la Ciencia del Cuerpo y su canino... ¡Ay, su canino! Engarzado en plata adorna el esbelto cuello de la Dra. K, el Cuerpo por quien el Dr. A suspira en su despacho, un entramado de huesos, músculos, cartílagos más hermoso que ningún otro, la doble hélice más afortunada que pisa los pasillos de la renombrada facultad. De todos es sabido que no hay más leyes que las de la física y la química entre dos personas. De sobra sabe el Dr. A que lo que de K le enamora es la perfecta compatibilidad de sus feromonas, resultante en esa bellísima aunque remota probabilidad de imbricar su ADN con el de ella. Ambos sanos, ambos geniales, ambos materia. ¿Qué hijos no saldrían de tan venturoso cruce? Así, el preciado trofeo de caza pasó a adornar el cuello de la Dra. K, quien, indiferente, aceptó aquel canino como Salomé -aquella mala hembra de la época supersticiosa del Hombre, la perdición de Herodes- aceptara desdeñosa una cabeza humana. Diríase que la Dra. K no juega limpio. Pasea por su departamento como una diosa, si no fuera anacrónico pronunciar tal palabra. A su belleza e inteligencia sólo puede rendirse tributo. En épocas antiguas y supersticiosas habría sido una sacerdotisa -de Diana cazadora, que no de Afrodita-, quizás el modelo de Praxíteles para su Afrodita de Cnido, con la salvedad de que la Dra. K está genéticamente concebida para diseccionar, no para amar. Los antiguos habrían considerado este particular la causa principal de su hiriente frialdad, de su desinterés total para con las cuestiones del amor, pero tampoco es algo relevante. En la Facultad de la Ciencia del Cuerpo todos saben que si se siente una necesidad apremiante de aparearse, solamente puede hacerse una cosa: buscar un Cuerpo agradable a la vista y de probada fiabilidad genética para pasar la noche con él. Por la mañana puede acudirse con total tranquilidad al trabajo, una vez pagado el tributo a la imperfección animal. Algunos recalcitrantes todavía insisten en la relación del apareamiento y la reproducción repetidas, de ahí ese interés obsesivo por buscar la pareja genéticamente óptima, aunque la Dra. K ha optado por satisfacer el apremio biológico sin vincularlo a la reproducción tradicional, solamente garantizada en los laboratorios de la Facultad de la Ciencia del Cuerpo. Y como buena científica busca un esperma a la altura del suyo, prescindiendo de la gratificación sensual ya que sabe a ciencia cierta que si algún día desea reproducirse, facultará al mayor experto en Reproducción Asistida Sin Riesgos -el insigne Dr. N- para fecundar su mejor óvulo con el mejor espermatozoide en una linda probeta. Por supuesto que el Dr. A no se encuentra entre los candidatos a pasar una noche en la cama de la Dra. K. La Naturaleza lo dotó con una brillantísima inteligencia, de la cual ni siquiera la Dra. K duda, pero no quiso agraciarlo con otros dones, con los que se mostró en extremo miserable. Incluso su proverbial brillantez intelectual se ve empañada por el pequeñísimo aunque ostentoso defecto que le hace caminar vencido hacia la derecha. Una escoliosis congénita demasiado acusada que los corsés, las placas metálicas en su columna, no lograron eliminar del todo. Pero al Dr. A se le perdonó todo ante la evidencia de que habría pocas entregas tan sacrificadas a la madre Ciencia. Pocos niños, por dotados que fueran, estudiaban con más ahínco, como si la vida le fuera en ello. Y no le iba, pero su tara le incapacitaba para dispersar sus fuerzas en juegos infantiles al aire libre y actividades físicas. Solamente le quedaba estudiar mañana y tarde, olvidando que había niñas que coqueteaban con otros niños y nunca con él. Y que lo hacían en el parque, bajo el sol, la nieve o el viento. Mientras aquéllos perdían el precioso tiempo holgazaneando en la calle, A. aprendió a hacer de la necesidad virtud y de ésta nacieron todos los méritos académicos posibles, todas las menciones y laureles que un currículum pudiera cosechar. Así, pasó a ser el miembro más joven de la Facultad de la Ciencia del Cuerpo, ingresando con una media histórica a la meritoria edad de 21 años como Dr. en Anatomía Forense. 2. TU QUOQUE, FILIUS?
Cuando le dijeron que habían encontrado el cadáver de Dios, el Dr. A. sintió que su presión arterial aumentaba peligrosamente. Naturalmente, la autopsia al insigne cadáver debían realizarla los miembros más prestigiosos de su Departamento: El Dr. Pi y él. Mientras intenta que el Dr. Sonk no repare en el temblor de sus manos, imagina las portadas de las más acreditadas publicaciones con su rostro -el cual no tiene por qué desvelar que el cuerpo no anda derecho-, y las preguntas que le harán los periodistas, se agolpan en su cabeza (¿cómo les diría que no sintió nada especial al hundir el bisturí en el torso de Dios?). -"Por supuesto, Dr. Sonk... la investigación se llevará a cabo con la mayor rigurosidad. Quede tranquilo, las muestras analizadas serán puntualmente entregadas en memorias internas..." -"Ni qué decir tiene, querido A., que ninguna conclusión debe trascender antes de ser revisada y valorada por la Comisión Rectora de esta Facultad. No queremos que ningún periodista haga sensacionalismo barato con este hallazgo, y mucho menos que los políticos hagan campaña a nuestra costa. Imagínese lo que podrían hacer esos insensatos con el cadáver de Dios". El cadáver de Dios, el cadáver de Dios. ¡Por todas las supercuerdas! ¡Es el cadáver de Dios! Pero... si no existía. Si la Ciencia se tornó atea en los siglos pasados precisamente por la imposibilidad de su constatación... y ahora, la evidencia última, su cadáver enorme congelado en un glaciar alpino, tan bien conservado que se sospecha que incluso conserva la última comida en su estómago. ¿Qué comería Dios? ¿Manzanas de aquel árbol? ¿O sería omnívoro como su pretendida Creación? El bendito A. está confuso. Dios no existe, el cosmos solamente puede atribuirse a un alocado y sin embargo riguroso azar. Pero ahí tiene su cadáver, esperando en el depósito a su bisturí, sus sierras y pinzas. ¡Qué fantástica autopsia podrá ejecutar! Pero el pobre A. está inquieto. Nunca se ha enfrentado a las viejas supersticiones y aunque acude con la indiferencia del cirujano a su tumor en la jornada de trabajo, siente un escalofrío que le recorre la nuca y la columna vertebral. El virus de la gripe. Nada más. Antes de reunirse con su colega, el Dr. Pi, para diseñar un plan de trabajo, el Dr. A. come en la cantina de la Facultad, sección Investigadores y vuelve al despacho para sumergirse en un sueño agitado, fruto de la digestión desacostumbrada de carne en salsa. El Dr. A se revuelve en su sillón aunque siente su cuerpo extrañamente pesado. Unas voces lejanas le susurran algo incomprensible en una lengua que desconoce, y un viento suave le alborota los cabellos. En un paraje desierto se halla y el cielo está inflamado por el sol poniente que tiñe de incandescencias el horizonte. No hay agua, no hay vida, A está solo y tiene sed. Grita al vacío porque nadie le responde en aquel infierno, extraño y sin embargo hermoso. Anda perdido y las voces le rozan -¡Oh, epifanía de coros angélicos!- los labios, le mordisquean las orejas y hablan lenguas antiguas, bellas y crípticas. El insigne Dr. sonríe beatíficamente, levemente excitado por la sensualiad de los labios que se posan en su pelo, por las manos que acarician su pecho. Y camina, camina sediento y aturdido por las voces sin cuerpo que anticipan placeres ignotos. El horizonte en llamas se torna negro, un cielo sólido y amenazador amenaza desplomarse encima de su cabeza. Y el joven Dr. ve ante sus ojos a una mujer de gran altura, hermosa y terrible que le muestra las manos ensangrentadas: " No me niegues, Padre, no me niegues otra vez" le dice suplicante. A la mira aterrorizado porque de sus muñecas mana sangre rojísima, que se marcha por el desierto en un río estruendoso, saltando rocas y montañas. "Por esto se veía rojo el horizonte", se dice A. La mujer, cae al suelo de rodillas y la mata de pelo negro se esparce por el suelo, mezclándose con la sangre y creciendo poderosa. "Levanté mi puñal contra mi Hijo porque Tú me lo ordenaste", musita a media voz. "No me abandones, Padre, no me abandones...", y la mujer se derrumba como un montón de arena ante los ojos fijos de A. Las voces cantan más claramente "...qua resurget ex favilla, teste David cum Sybilla" -¿qué significa?- y A salta para que no lo arrolle el río de sangre y lana en que se ha convertido la hermosísima hembra. Por fin ve unas luces brillar a lo lejos. Aprieta el paso para llegar a la civilización y A encuentra a un ser espantoso que le tiende una garra de animal y lo mira con ojos de perro abandonado. Descubre su pecho ante él y, con lágrimas en los ojos balbucea:" ¿No te desgarraste al dividir lo Único? Mira en lo que se ha convertido el pedernal de tu filo" Y A ve salir de su pecho estrellas que velan el firmamento. Luces de colores bailan sobre su cabeza y ascienden ligeras. Las voces cantan hasta arrancarle lágrimas "Lacrymosa dies illa, qua resurget ex favilla, iudicandus homo reus, huic ergo parce Deus". A siente que se desploma. ¿Qué locura es ésta? ¿De dónde ha salido toda ese ejército de seres monstruosos? Huye y llega a una habitación, blanca como su depósito, y tendido sobre un altar de piedra antiguo ve a un anciano imponente, rígido y frío, como todos los muertos. A sólo recuerda que antes de despertar con un grito, el anciano abrió sus ojos al sentir el bisturí hendiendo la carne, que se volvía agua, y con voz implorante le dice a nuestro Doctor: "Tu quoque, filius?". Archivado en: Literatureando. Entrada 2 de 3
3. EL BENEFICIO DE LA DUDA.
La procesión pasó ante un silencioso cordón de Agrarios, que escuchaba fascinado las palabras del portavoz del Cenobio de Escogidos que vivía a las afueras de la Comunidad Rural de Owengrad. Los Escogidos eran venerados por la gente llana como verdaderos santos o iluminados. Contaban con un apoyo masivo en las zonas rurales que los hacía invulnerables a la persecución médica a la que eran sometidos. Cuando alguna Brigada Psiquiátrica hacía su aparición a la entrada de una Comunidad Rural, rápidamente se desmantelaba cualquier cenobio, los Escogidos se disfrazaban de pastores, de panaderos, de agricultores, de abuelo de alguna casa y, ante la imposibilidad de interrogar a comunidades enteras, las Brigadas pegaban media vuelta enfurecidas y rellenaban un parte de Falsa alarma. Como casi siempre. Ningún ciudadano bien educado podía tomar en serio una sola proposición de estos anacoretas. Su Fundador, el Maestro Dimitri era un peligroso demente, perseguido por las autoridades Psiquiátricas desde que, hacía cerca de setenta años, comenzara a propagar ideas supersticiosas en las Áreas Asamblearias de las comunidades rurales de su Imperio Ruso natal. 4. AL-DARAZI FRATERNITAS El profesor Septimino mantenía una relación cortés con todo el Departamento de Psiquiatría Cultural y de Masas, aunque no pasaba de la mera formalidad dada la oscura leyenda que sobre él pesaba. Nadie había podido demostrar jamás ni una sola de las acusaciones a las que había hecho frente, pero a pesar de todo pocos profesores tenían un expediente tan largo de investigaciones abiertas y archivadas por falta de pruebas. Razón de más para alimentar paradójicamente las fantasías del tan poco imaginativo Departamento de Psiquiatría Cultural. Años atrás había sido relacionado con un grupúsculo clandestino de los que se autoproclamaba depositario de la tradición cultural antigua. En él se había detectado desde intelectuales refractarios a sacerdotes de los más diversos cultos antiguos, teóricos de paradigmas enfermos y sujetos que se tenían por ilustrados pero que, óbviamente, habían nacido con alguna tara que les hacía creer que su verdad o verdades eran válidas -imaginen la necedad de la propuesta: ¿es que cabe más de una Verdad?- Aquel grupo parecía haber desaparecido y ésa era la suerte de Septimino: el cierre del caso por desaparición de rastros visibles. Aparentemente, las misiones habían surtido efecto y, después de numerosas misiones de búsqueda y reclusión, después de haber reprogramado a varios adeptos de la Al-Darazi Fraternitas, ésta parecía haber desaparecido definitivamente. Otra gran victoria de la Potestad que demostró la eficacia de sus métodos al mostrar al planeta entero a los reclusos con la mirada vidriosa glorificando la Verdad del Nuevo Estado Total, adhiriéndose sin reservas a los métodos y asertos de la comunidad científica contra la tan alevosamente habían trabajado. Sin embargo, ésto le dio un respiro al Profesor. Septimino a la par que le permitió ingresar definitivamente en el Departamento de Psiquiatría Cultural y de Masas sin que le molestaran demasiado, aunque él sabía que su correspondencia era más examinada que la del resto de sus compañeros, que era seguido en ocasiones por agentes de las Brigadas Psiquiátricas de paisano, que su ordenador estaba controlado, así como sus intercomunicadores, su agenda y hasta las de las pocas amistades que mantenía. Pero, ¿realmente Septimino había mantenido alguna vez contacto con algún miembro de la Fraternidad de Al-Darazi? En verdad os digo, hermanos en la Fe en la Verdad Absoluta sin Reservas, que Septimino sabía tanto de la Al-Darazi Fraternitas como su colega el Dr. A: nada. Claro que había oído hablar de ellos, como cualquier persona informada del Nuevo Estado Total, pero de ahí a mantener relaciones con ellos, había un abismo y, de hecho, el gran pecado del pobre Septimino, era haber nacido de la misma madre que un destacado miembro, jamás detenido, jamás visto, de la citada fraternidad, pero él, estudioso, formal y probo, nunca había cometido una sola infracción de tráfico. Sabía de su control, sabía vagamente el asunto con el que se le relacionaba, pero desde luego, nunca llegó a imaginar que su única culpa era ser hermano de una mujer que sí participaba, que era de hecho, la supuesta santa en torno a la cual se había consolidado la Fraternitas. Pero esta mujer jamás había hablado con su hermano desde que a los quince años y contando Septimino solamente con cuatro años, se marchó de su Áyon Oros natal arrebatada por unas visones que, según unos la convertían en santa y, según casi todos, la convertían en una histérica peligrosa. La joven Sophia Cratón abandonó de inmediato su antiguo nombre, dejó de existir a todos los efectos para su familia y desapareció. Su madre sólo sabía que incontables agentes de la Potestad, de todas las Oficinas y unidades de Control posibles, pasaron para interrogarla por el insignificante pueblo de Áyon Oros. Nunca pudo delatar a su hija aunque hubiera querido proteger al resto de su prole. Le quitaron la custodia de sus tres hijos, que pasaron a ser propiedad legal de la Potestad, y como hijos de la misma, adoptaron uno de los tristes apellidos con que la Potestad bautizaba a "sus" hijos. Ella envejeció, sus hijos se convirtieron todos en hombres de bien que trabajaban para aquel monstruo que la había privado de su descendencia. Maldijo infinitas veces a la hija pródiga, que sin haberse ni siquiera despedido, había provocado todo aquel desastre, y sus hijos, la Santa y los nuevos hijos de la Potestad, se olvidaron de Áyon Oros y de su cielo, de su apellido Cratón y de su madre, tristemente rendida a la evidencia de que era Ley que todos la abandonaran. Lejos quedaban las montañas de Áyon Oros. Allí, sin embargo, se decía que se refugió la Santa en su huída, protegida, según unos por ángeles de seis alas llenas de ojos muy abiertos, que velaban a la entrada de la cueva donde rezaba por todos los hombres, según otros por legiones de seguidores que se ocultabn a los ojos de los hombres gracias a los poderes que la Santa les confería. Según otros, y esta hipótesis parece más plausible, en torno a Sophia Cratón, que pasó a ser simplemente, la Santa Sophia, o Hagia Sophia como la llamaban en todo el Imperio Mediterráneo por su fama milagrosa, se congregaron algunos intelectuales disidentes, gentes enfermas que se negaban a ser felices con lo que la Potestad les regalaba, santones locos y nostálgicos de la superstición budista en todas sus variantes, de la católica, de la hinduísta... Todos, según la Dirección de Medicina Social, eran un grupo muy numeroso de enfermos graves, en extremo agresivos. Alucinados, delirantes, enajenados, una comparsa de locos sagrados seguían a la Santa y custodiaban su vida con las suyas propias. Campesinos y artesanos, todos sin excepción callaban, negaban parsiomoniosamente haber visto a algún individuo de tales características y seguían con su trabajo, siguiendo a las Brigadas con la mirada para comprobar que, al fin, desaparecían en sus vehículos blindados. Nadie los conocía, nadie había visto jamás la mujer de esa octavilla plastificada, nadie sabía su nombre ni si cerca había gente forastera. Silencio sepulcral al nombrar a Sophia Cratón -de hecho, nadie hubiera pensado que la Santa pudiera tener apellido-, silencio al mencionar a Hagia Sophia. Silencio y terror al nombrar a la Al-Darazi Fraternitas. A pesar de la eficacia de la Potestad en erradicar toda forma de enfermedad, el mundo seguía siendo demasiado grande como para penetrar hasta en la mente del último de sus ciudadanos. Ésto legitimaba las crecientes medidas represivas que, en las "zonas calientes" como las llamaban, se aplicaban en pro del exterminio de la enfermedad. El caso es que la Santa Sophia jamás había sido vista, que se podía dudar de la autenticidad de la leyenda, que ni siquiera la Potestad sabía bien cuánto había de realidad por más que deseasen que fuese cierto para poder decir que habían acabado con ella y con sus acólitos, exhibiendo a la santa con una camisa de fuerza ante las cámaras proclamando la Verdad Única. En la cúpula de la Potestad se hallaba Yves Guzmán, pensando, como desde hacía treinta años, en cómo deseaba tener ante sí a la Hagia Sophia, en cómo iban a caer ante sí sus angeloi. Él mismo arrancaría sus alas llenas de ojos abiertos y el poder de aquel Dios demente se desmoronaría como lo había hecho siglos antes, impotente ante la evidencia con que mostró la Ciencia su ancestral inexistencia. Miraba obsesivamente la única prueba escrita que había en el expediente: HAGIA SOPHIA DE TODOS LOS CREYENTES, Madre Sagrada y Mensajera Divina, ora por estos impotentes hombres, ciegos de orgullo, llenos de ira. Dirige tu amoroso canto a las esferas del Cielo, que llegue a los pies del Sagrado Silencio el humo de nuestro incienso y el eco de nuestros ruegos. (Supuesta oración guardada en los Archivos Disidentes de la Dirección de Medicina Social. Distribuida en octavillas en la región de Makedoné. Imperio Meditarráneo, 158º Año del Triunfo de la Potestad). Al pie de la oración aparecía Hagia Sophia tal y como sus adoradores la habían imaginado. El hecho de no haber sido vista jamás permitía que la imaginación popular la idealizase hasta convertirla en una diosa de las primeras Eras del Mediterráneo. Joven, singularmente bella, de tez y cabello claros como el trigo crecido, inclinaba lánguida su cabeza para reflejarse en un estanque cuajado de lotos. A su espalda, un horizonte en el que se mezclaban púrpuras, amarillos y azules en órbitas caleidoscópicas imposibles. El Médico, el Científico, el Psiquiatra de la Sociedad Sana, el Ejecutor de Programas para la Recomposición del Tejido Social, el Cerebro de la Dirección de Medicina Social, sostenía una copia de la estampa entre sus manos. Ni un solo gesto, ni un solo movimiento de los músculos de su cara podía hacer adivinar qué podía pensar ante aquella imagen de infinita y pura belleza. Enfundado en un traje negro, su talla resultaba todavía mayor de lo que realmente era. Dos metros de estatura junto con un coeficiente intelectual no de superdotado, sino de genio. Lo iluminaba una fe ciega, sin sombra de duda respecto a la finalidad de la Raza Humana: ser un organismo perfectamente sano, y éso, qué duda cabe, es responsabilidad de la Ciencia. Una rara combinación de Genética e Ingeniería había conseguido que sus padres engendrasen y criasen a un genio. Así lo pidieron y así se les permitió tener a su hijo, porque el padre y la madre eran médicos Psiquiatras, ambos superdotados y ambos miembros de la Dirección de Medicina Social. ¿Quién hubiera podido negarles el capricho, casi el Deber, de concebir un genio destinado, por cuna y por sangre, a dirigir la élite del Mundo Sano? Jamás se había fiado de la aparente inexistencia de pruebas que confirmasen la existencia de la Al-Darazi Fraternitas, porque él sabía, como sabía un buen científico, que detrás de la maraña de acontecimentos reales que confundían, que velaban a Hagia Sophia, que en algún lugar estaba ella, que era real y vivía rodeada de tarados convencidos de la Santidad de una loca peligrosa. Afortunadamente, no había nadie en el despacho que pudiese observar la fascinación y la excitación con la que el Todopoderoso Psiquiatra observaba a la hermosa diosa distraída. Lo consumía su imagen, había pasado temporadas horribles con jaquecas que lo atormentaban hasta la agonía, generalmente relacionadas con la reclusión de algún enfermo que hablaba en su interrogatorio de la Al-Darazi Fraternitas. A la pronunciación del nombre seguía un mutismo que ni siquiera las sustancias más potentes conseguían romper. Y él se consumía tras la frialdad de sus ojos deseando arrancar con sus propias manos la confesión definitiva mientras observaba los interragotorios detrás de un cristal ahumado. No bastaba el nombre. Quería más, algo más por insignificante que pudiera parecer, porque había pensado en más de una ocasión que quizás no había más. Y las jaquecas aumentaban aunque él se empeñase en que nadie percibiese el más mínimo gesto del dolor que lo paralizaba. Sólo delirios, pensaba en ocasiones. Pero algo siempre le terminaba diciendo que, efectivamente, Hagia Sophia existía en algún rincón de un planeta en el que no cabían los dos. Era algo muy sencillo: él estaba en posición de erradiciar la Enfermedad porque era el Médico y Hagia Sophia era el foco de putrefacción, la miasma de la que partían ejércitos de bacilos prestos a infectar organismos sanos. Y mientras él fuese el Médico no iba a cesar el suministro de antibióticos para acabar con aquella infección mortal. Entrada 3 de 3
5. SOPHIA CRATÓN.
A los doce años, Sophia Cratón apuntaba como la mujer más bella de Áyon Oros y posiblemente de toda Makedoné. Su infancia había sido solitaria, prefiriendo recoger flores en primavera a las afueras de su pueblo, caminar con las pequeñas sandalias atadas y colgadas de su hombro sintiendo el polvo hundiéndose bajo sus pies y pisar las eras cuando el trigo había sido recogido a jugar con el resto de niños en sus ruidosos grupos. Ayudaba a su madre con especial placer cuando amasaba el pan para meterlo en el horno de barro. Susmanitas embadurnadas de harina con las que se tocaba la cara y la masa blanda convertida luego en crujiente pan le producían una alegría indescriptible. Los "agrarios" eran puro residuo de los tiempos antiguos. La Potestad había decidido que la tecnología los privaría del deseo de seguir siendo agrarios y era vital que el cultivo del trigo se mantuviese porque las cápsulas con las que se alimentaba la población mundial salían del preciado cereal en su mayoría. De esta manera, los agrarios sembraban a mano, recogían el trigo con hoces de metal y mantenían una cohesión clánica por la cual unos se ayudaban a otros cuando llegaba el tiempo de la cosecha. Tenían cabras y ovejas, mantenían recetas de cocina tradicionales que las mujeres pasaban de madres a hijas, de forma que en el Imperio Mediterráneo los agrarios eran la inmensa mayoría, y dicho Imperio se extendía desde el Estrecho de Gibraltar hasta las fronteras del Imperio Ruso, acogiendo en su seno las gentes del norte del mar y del sur, llegando hasta lo que en la Antigüedad era la multiforme Turquía. Sophia Cratón, ajena a la Potestad, ajena a las urbes, crecía sin darse cuenta de que los hombres suspiraban a su paso y las mujeres la miraban con una mezcla de envidia y admiración. Seguía vistiendo como una niña pero su talle iba espigándose, sus pechos incipientes se adivinaban bajo los sencillos vestidos de algodón blanco que la cubrían, sus pies descalzos y la indiferencia con la que portaba tales dones la hacían más lejana, más inalcanzable al común de los mortales. A los doce años ya tenía la autonomía suficiente como para rondar lejos del pueblo, y gozaba casi con euforia de un rincón casi inaccesible en el que podía bañarse desnuda sintiendo el agua fría, lejana a los rayos del sol, envolviéndola y creando una cuna para ella. Desde allí, descubrió una gruta a la que llegaba nadando. Aquel fue el "Santuario" en el que tuvo, por vez primera, una visión. Desnuda, mojada, trepó por la roca hasta llegar a un lugar cuajado de estalactitas brillantes de belleza única. Sintió que aquel era su hogar, el lugar en el que, lejos de la gente podía sentarse, pensar y vivir sin las miradas de nadie. Se las arregló para llevar allí unas flores, y en huequito creó un altar al que llevó también una vela. Percibía allí una energía, algo que la obligaba a ser devota y presentar ofrendas aunque no sabía qué era lo que veía cuando se mareaba y veía aquella luz cegadora y cálida que la sumergía en un estado de felicidad inefable, ni de quién eran las voces que escuchaba en su cabeza, pero decidió ser cauta y no contarle a su madre ni a nadie lo que le sucedía. Omar viajaba a pie por los caminos del Imperio Mediterráneo. Confiaba en la hospitalidad antigua de los agrarios y cuando llovía podía contar con un techo bajo el que cobijarse, o cuando hacía demasiado frío sabía que alguna familia le cedería un lugar junto al fuego al lado del perro adormilado. Se contentaba con comer pan, beber agua de los manantiales y comer de vez en cuando queso de cabra o de oveja. El vino era bienvenido cuando el frío le amorataba los dedos. Había conseguido ser invisible para la Potestad, que no sabía de su existencia. Pero Omar era posiblemente el hombre más peligroso que existía en el Planeta. Desde los diez años en que sus padres y hermanos viajaron al Imperio Ruso y conoció al Maestro Dimitri que los acogió una noche de invierno, decidió quedarse con él, a lo cual cedieron gustosos sus padres que se quitaron de encima una boca que alimentar entre cinco con las que viajaban a pie. El Maestro lo alimentó, lo vistió y lo educó, convirtiéndose en su discípulo más allegado. Vivía con él y escuchaba sin cansarse las enseñanzas cotidianas del Maestro, que se las arregló para ocultarlo como hijo adoptivo incluso cuando fue detenido. Contaba entonces con más de veinte años, y rondaba los cincuenta cuando se encontró tiritando empapada, arrobada y bella a una joven que deliraba en mitad de su solitario camino. Contaba a la sazón Sophia con catorce años, y aunque ella no quería o o podía enterarse, ya era la mujer más hermosa de Áyon Oros, una criatura de porcelana exquisita que las palabras no podían describir sin quedarse mudas e impotentes, y el hombre Omar sintió al verla un escalofrío que le recorrió como un rayo la espina dorsal entera. Pero a la vez, al escuchar sus palabras inconexas supo que la bella era un ser especial tocado por la Divinidad en su forma más pura y que su camino le llevaba necesariamente a encontrarla para amarla, servirla y seguirla. Ella era lo que estaba buscando sin saberlo por los caminos polvorientos desde que el Maestro Dimitri fue detenido. Si Dimitri la hubiera conocido a buen seguro la hubiera adorado porque era más pura que él, narrador de tradiciones prohibidas y casi perdidas pero insensible por intelectual al toque mágico de la Divinidad a la que prestaba un servicio por el que era perseguido. La joven desnuda era una médium, era la persona a la que la Divinidad había elegido para transmitir su mensaje a los hombres y era tarea de él protegerla de la Potestad y transmitirle las enseñanzas de Dimitri. Debía saber quién era quien le hablaba y con quien se unía en aquel estado en el que se hallaba. La cogió y la tapó con su capa después de secarla, la llevó a un lugar alejado no fuera a verla algún agente de ronda de la Potestad, la dejó seguir en su estado de maravilla única y cuando la visión cesó le entregó una corona de flores que había entretejido mientras ella decía sin saberlo las palabras de la Divinidad misma. Adornó sus cabellos del color del trigo crecido con las flores más humildes del campo y Sophia tuvo la certeza de que aquel desconocido era el único ser al que podía enseñarle su cueva y la única persona que podía saber lo que le sucedía cada vez con más frecuencia, ya que en cuanto podía se escapaba a su santuario, deseosa e impaciente por unirse a aquella fuerza que la arrastraba y a la cual no quería ni podía oponerse. Omar y Sophia se desposaron en la cueva al día siguiente. Nadaron desnudos hasta la cueva y allí, en el hogar de la Divinidad la Bella se entregó a Omar y alcanzó con él la Unidad Perfecta, bendecidos por la luz cegadora que poseía a Sophia desde hacía dos años. Aquel fue el lugar secreto en el que ambos intercambiaban palabras y besos. Omar buscó un lugar en el que quedarse cerca de la cueva y Sophia iba todos los días a aquella cueva en las montañas a entregarle pan y queso y la delicia de su cuerpo. Siguieron las visiones pero Sophia ya sabía quién le hablaba y a quién se unía y dejó de sentir aquel miedo que era más débil que su deseo de volver al santuario. Aprendió deprisa, amando sin condiciones a su esposo, y sin que nadie supiera de aquella unión. La madre de Sophia sólo sabía que su hija callaba y amasaba, y que todos los días se afanaba en sus tareas para marcharse por los caminos a algún lugar que sólo ella conocía. Sus otros tres hijos, más pequeños, acaparaban todo su tiempo y segaba incansable mientras Sophia callaba y cogía haces de trigo para amontonarlos en un rincón de la era. Su madre la veía tan hermosa que aspiraba en secreto a casarla con algún agrario más importante que ella y su familia. Cualquiera querría desposarla, pensaba, pero Sophia ya había decidido por su cuenta y elegido al hombre más peligroso del Planeta. La Potestad vigilaba incansable, pero en un rincón del Imperio Mediterráneo, se fraguaba una rebelión, comenzada cuando Sophia, a los quince años, embarazada de Omar, y en pleno arrobamiento se marchó de casa profiriendo palabras que escuchó todo el pueblo. La Bella comunicó al pueblo de Áyon Oros que la Divinidad los amaba aunque no pensaran en Ella, y que la fría Ciencia era impotente frente a Ella, cosa que se vería cuando la pusiera de rodillas. Un vecino chismoso lo denunció a un agente de la Potestad y al día siguiente, la madre de Sophia se enfrentó a un interrogatorio que no entendía y a la pérdida de la custodia de sus tres hijos por ocultar el paradero de su hija. La pobre se quedó sola sin comprender siquiera el motivo por el que era interrogada, ya que sólo sabía que su hija callaba cuando amasaba el pan. El resto del pueblo se quedó pensativo y calló, no dijeron ni por cuál de los caminos se había marchado porque no habían salido de sus casas porque en secreto habían decidido proteger a la Hermosa porque aunque solo fuera por ser tan Bella no merecía lo que la Potestad haría con ella. Loca o Santa, era una criatura prodigiosa y la intensidad de sus palabras había sido tal, que introdujo el peligroso virus de la disidencia en aquel remoto lugar. Algunas mujeres recordaron que, además de amasar el pan y hacer el queso de cabra, sus abuelas les hablaban de la santidad de un lugar cercano. Y comenzaron algunas a acercarse con sigilo a un lugar rodeado de árboles en el que depositaban flores al pie de una roca. Los hombres echaban de menos verla pasar descalza por la plaza y todos la buscaron menos su madre, que se quedó en casa maldiciéndola. Omar se las arregló para buscar entre todos los candidatos de los alrededores, a un joven especialmente dotado como guardián y discípulo. Pensaba más de la cuenta y necesitaba respuestas que por ser agrario ni la ciencia ni nadie iban a darle. Al conocer a Omar y ver a la Bella se quedó con ellos acudiendo como cada día al campo, y saliendo al anochecer para llegar bien entrada la noche a la cueva de Omar y Sophia. Escuchaba a Omar y presenciaba los éxtasis de Sophia. El joven Yusuf fue el primero en llamarla Hagia Sophia. Cuando la Santa parió en el Santuario, cogió a su hijo y descendió desde una entrada en las montañas con el niño envuelto a la espalda para llevarlo a su casa donde su madre, sin preguntar siquiera, lo acogió como si fuera suyo. Nadie supo de aquel hijo de la Santa. Fedra lo mimó, y lo crió, con la certeza secreta de que aquel niño era alguien especial que había que tratar con sumo cuidado y mantener en secreto. Aquel niño la llamaba madre y Yusuf era su hermano mayor. Cuando tuvo capacidad de comprender,su hermano mayor le contaba en secreto todo lo que sabía. Una tradición hermética se había consolidado ya, mientras Hagia Sophia y Omar vivían escondidos en su cueva dedicados exclusivamente a la Divinidad. Omar buscaba la forma de ponerse en contacto con los jóvenes más capacitados e inquietos, y de forma subterránea aquella corriente creció y creció hasta convertise en una secta en la que nadie decía que estaba, donde las madres de los miembros protegían con su silencio las salidas nocturnas de sus hijos, ya que todos tenían la certeza de que si hablaban, no ellos, sino Hagia Sophia, sería detenida y drogada hasta que hablara y se retractara. Y cualquiera de los elegidos, después de haber visto y escuchado a la Santa, hubiera muerto antes que permitir que tal cosa pasara.
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