Portada Blogs Álbumes Notas Herramientas Usuarios Ayuda |
Blog de Verso (cambiar): Página Principal Entradas Historial Estadísticas |
<< Anterior | Link Permanente | Compartir en Facebook | Siguiente >> |
Entrada 1 de 3
- Immortal - At the heart of winter - Contemplar las esporádicas nevadas en Alicante es una diversión barata y con encanto. Así que, provistos de doble o triple pantalón, decidimos pasar la tarde en el Maigmó tocando las castañuelas con los dientes. Suerte que lo hicimos de manera voluntaria, sin ningún gato de por medio. Contingente de intrépidos: Lanshor, May, Melvin, Neton, Ramón y yo mismo. Increíble la facilidad de Log85 para subir álbumes. Archivado en: Viajes. Entrada 2 de 3
Hace un año compré el libro Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe. Contiene doce relatos cortos, escogidos, cada uno de ellos fruto del conocimiento de Poe sobre la base psicológica del atractivo del terror.
Poe comprende el mecanismo y la fisiología del miedo y de lo extraño, estudia la mente humana y trabaja con unos conocimientos analíticos de las verdaderas fuentes del terror. Poe concluyó que la mejor manera de representar el terror es el cuento, porque puede cumplir mejor que la novela la regla de la unidad o totalidad de impresión, según la cual la brevedad es razón directa de la intensidad del efecto buscado. Poe piensa que la mayor excitación o intensidad se consigue provocando una única sensación, la del horror, y ordenando todos los elementos de la ficción con vistas a conseguirla. En Poe, lo horrible aparece por sí mismo, y todos los elementos de la narración están ahí para contribuir a ese efecto. Hay que desechar todo lo que distraiga de la consecución del objetivo. Otra condición para obtener la unidad de impresión es que la acción del cuento se desarrolle en un solo lugar. De entre las doce narraciones extraordinarias he elegido una para compartir con vosotros, la que me hizo sentir más violentamente dentro de la historia, titulada según las distintas traducciones La verdad sobre el caso del señor Valdemar o Los hechos en el caso del señor Valdemar. Para ello he encontrado, afortunadamente, el cuento completo en internet, pero en una traducción distinta a la de mi libro, así que algunas palabras y frases las he cambiado eligiendo la mejor solución de entre las dos versiones. Comprobaréis que la impresión que Poe quiere provocar en el relato se advierte desde el comienzo. Apenas se apuntan datos sobre la vida pasada del señor Valdemar ni existen personajes femeninos, para no distraer la atención de lo importante. La narración es en primera persona, mi favorita, para que las emociones se traspasen al lector sin intermediario. El relato está contado de tal forma que en la época mucha gente, incluidos expertos en hipnotismo, creyeron que se trataba de una experiencia real. El título del relato, desde luego, engaña. El poeta Philip Pendleton Cooke confesó a Poe que la historia le había aterrorizado, que era el más condenadamente verosímil, horrible, espeluznante, impactante e ingenioso capítulo de ficción que nadie pudiese concebir o llevar a cabo. Poe utiliza descripciones especialmente detalladas e incluso altos niveles de horror gráfico (anticipando de alguna manera el actual gore). El propio Lovecraft sitúa el relato entre los más intensos de horror de tipo sobrenatural. Archivado en: Literatura. Entrada 3 de 3
No os asustéis por la extensión, diez minutos bastan para leerlo. Recordad que la excitación del alma no se puede sostener durante mucho tiempo. Mientras dura la lectura, vuestra alma estará en manos de Poe. Respirad el morboso aroma mortuorio...
LA VERDAD SOBRE EL CASO DEL SEÑOR VALDEMAR De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Las partes interesadas deseábamos mantener el asunto alejado del público por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación, pero pese a nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada, origen de múltiples y desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profundo descrédito. Ha llegado, pues, el momento de sacar a la luz pública los hechos tal como mi comprensión los captó. Helos aquí sucintamente: Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en los experimentos hasta hoy efectuados existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad; y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias. Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contraste con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba a referirse con toda calma a su cercano fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar. Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, acudí, como era lógico, a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me llamaría veinticuatro horas antes del momento fijado por los médicos para su fallecimiento. Hace algo más de siete meses. recibí la siguiente nota del propio puño y letra del señor Valdemar: "Estimado P...: Ya puede usted venir. D... y F... han dictaminado que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar" Recibí la nota media hora después de escritao, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba flemas continuamente y apenas se percibía su pulso. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y F... Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso y, por tanto, no funcionaba en absoluto. En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos apelmazados. Existían varias dilatadas perforaciones y en cierto punto se habían adherido de manera permanente a las costillas. Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación había avanzado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran en ese momento las siete de la tarde del sábado. Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente. Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L...l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y, luego, por mi propia convicción de que no había un minuto que perder, pues aquel hombre llamaba a las puertas de la muerte. El señor L...l tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Gracias a su memorándum puedo ahora relatar, bien resumiendo, bien copiando al pie de la letra, los hechos. Faltaban cinco minutos para las ocho cuando tomé la mano del señor Valdemar, rogándole que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L...l, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba. Débil, pero de forma audible, el enfermo respondió: "Sí, quiero ser hipnotizado", agregando de inmediato: "Me temo que sea demasiado tarde". Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer pase lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención y, como no opusieron inconveniente por considerar al paciente moribundo, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto. A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto. Durante un cuarto de hora tal situación se mantuvo de forma estacionaria. Por fin escapó del pecho agonizante un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas. A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo y que no ofrece dudas. Mediante unos rápidos pases laterales le hice mecer los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos pocos más los cerré por completo. No satisfecho con esto, proseguí mis manipulaciones de forma enérgica, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de las caderas. La cabeza había sido ligeramente levantada. Al concluir estas operaciones era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado del señor Valdemar. Luego de varias verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. Había logrado despertar la curiosidad de ambos médicos y el doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de regresar al alba. El señor L...l y los enfermeros se quedaron. Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; Estaba tendido en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte. Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo. "Señor Valdemar, ¿duerme?" pregunté. No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras: "Sí... ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!" Palpé sus miembros y los encontrándolos más rígidos que nunca. El brazo derecho, como antes, seguía la trayectoria de mi mano... y volví a interrogarle: "¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, señor Valdemar?" La respuesta fue ahora inmediata aunque menos audible que la anterior: "No siento dolor... Me estoy muriendo." No me pareció prudente molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F..., que apareció poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me rogó que le hablara con el hipnotizado de nuevo, a lo cual accedí. "Señor Valdemar, ¿sigue dormido?" Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo pareció reunir fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró: "Sí... duermo... Muriéndome..." Fue opinión, o mejor, deseo de los médicos que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad, hasta que la muerte sobreviniera, que en unánime opinión de ambos sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior. Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y las manchas hécticas, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron de súbito. Lo brusco de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una vela que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con una sacudida que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho mortuorio, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso. Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector, sobrecogido, se negará a creerme. Me veo, sin embargo, obligado a proseguir. El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en el cuerpo del señor Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas separadas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero, desgarrado y como hueco; pero el espantoso conjunto resulta indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un sonido análogo ha vibrado en el oído de ningún humano. Dos particularidades, según pensé entonces y sigo pensando ahora, pueden señalarse como propias de aquella entonación para dar una idea de su índole horripilante. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (a los míos al menos) desde larga distancia, desde alguna caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que sea imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas provocan en el sentido del tacto. He hablado a un mismo tiempo de sonido y de voz. Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo claro; aún más, asombrosa, aterradoramente claro. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y su respuesta fue: "Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto." Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, produjeron. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Sin pronunciar palabra y durante una hora, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar. Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L...l. Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos sería su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento. Desde ese momento hasta fines de la semana pasada (es decir, durante casi siete meses) hemos acudido diariamente a casa del señor Valdemar, acompañados alguna que otra vez por médicos y otros amigos. En todo ese tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. La asistencia de los enfermeros fue continua. Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarle, o tratar de despertarle; quizá el deplorable resultado de la tentativa haya motivado tanta discusión en los círculos privados, y una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada. A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor acre y fétido. Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras: "Señor Valdemar, ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?" Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua se estremeció, o mejor dicho, se enrolló violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes) y retumbó aquella horrísona voz que antes traté de describir: "Por amor de Dios... deprisa... deprisa... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme... ¡Le digo que estoy muerto!" obrecogido de pavor, permanecí durante un momento indeciso sobre lo que convenía hacer. Por fin, intenté calmar al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o por lo menos así lo imaginé; y estoy seguro de que todos los presentes se disponían a contemplar el despertar del paciente. Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo que ningún ser humano podía estar preparado. Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre exclamaciones de "¡Muerto! ¡Muerto!", que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto o incluso menos tiempo, se contrajo, se deshizo... se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción. Archivado en: Literatura.
|
Páginas
Puntuación
Mis Cosas Estadísticas
5452 Días
3583 Visitas
14 Posts
Postea una de
cada 256 visitas Licencia
|