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"Te damos gracias, ¡Oh bendito y divino Profeta!, por este cuerpo que va a gozar de tu amor glorioso y de tu santo amor", cantó el coro de muchachas.
(Que sea ésa su voluntad) La aspirante no parecía intimidada ni siquiera algo nerviosa, aunque era visible que el corazón le palpitaba algo fuerte levantando con intervalos rápidos y fijos la túnica sobre su pecho izquierdo. La gran sacerdotisa se acercó hasta ella y deshizo con sus dedos finos el nudo que sujetaba el ceñidor a su cintura..."hermana, una atadura menos". Siguió con el cordón de seda que llevaba en el cabello y lo desenlazó con un solo movimiento..."hermana, otra atadura menos". Se inclinó ante la muchacha y desató los cordones de sus sandalias, vagamente romanas..."Hermana, nada te separa ya de la tierra". Con la túnica suelta, sin otra cosa bajo ella que sus formas espléndidas, con el cabello arrojado sobre su espalda como una cascada de luz viva, sentía que las fuerzas la abandonaban, que cada vez estaba más cerca el momento para el que llevaba más de dos años preparándose: ser sacerdotisa del Profeta. Y sintió un vago temor, pero también una felicidad indescriptible que se trocó en estremecimiento cuando, por su espalda, la gran sacerdotisa dejó caer la túnica al suelo. Cerró los ojos para recibir con todas sus fuerzas las palabras: "Hermana, nada te separa ya de la bendición del profeta". (Que sea ésa su voluntad) Las personas que estaban reunidas en la sala, todas ellas sacerdotisas de diferente rango, se deshicieron de sus túnicas para acompañar a su hermana. La gran sacerdotisa, sin embargo, siguió rodeándola hasta que la cogió de una mano. "Sígueme, hermana mía". Obediente, la muchacha se encaminó detrás de la gran sacerdotisa, una mujer de unos cuarenta años aunque en realidad de edad imprecisa, preciosa, con una personalidad magnética (sí, no podía dejar de mirarla...estaba tan investida del amor del profeta que se le saltaban las lágrimas sólo con mirarla caminar entre las demás sacerdotisas) hasta que llegó al tabernáculo. Solemne, la gran sacerdotisa elevó los brazos al cielo y se encomendó al Profeta, rogándole que la hiciera digno instrumento de su amor. Las demás agacharon la cabeza excepto la aspirante, tendida en el tabernáculo, desnuda como las demás y como la gran sacerdotisa que, llegada a este punto, se despojó de su túnica roja. "Te amaré con el amor del Profeta, con toda su pureza, te amaré siempre de forma perfecta porque eres mi hermana". La besó en los labios y la aspirante empezó a relajar la tensión de su cuerpo. Comenzó entonces el ritual verbal para el que había estado dedicada el día anterior en ayuno y aislada, como los caballero que velan armas sólo que concentrada en sentir vivamente única y exclusivamente Amor y no deseos de empuñar una espada. -"¿Sientes vergüenza de tu cuerpo desnudo?" -"No, no la siento, hermana" -"¿Por qué has venido aquí?" -"Porque quiero estar entregada al divino profeta, a su orden y a mis hermanos en el mundo" -"¿De dónde viene tu entrega?" -"Del amor más desinteresado y altruista, hermana" -¿"Y quién es merecedor de tal amor?" -"Todos los seres vivos sin excepción, hermana mía". Complacida, la gran sacerdotisa, volvió a besarla. Acompañó su beso con un nudo de sus manos en torno a su cintura. La aspirante empezó a sentir un calor agradable, un calor que le subía desde el centro mismo de su cuerpo como una bengala hacia arriba, hacia las manos, hacia las piernas, en todas las direcciones. Ésa era la parte más oscura y secreta por tanto, del ritual de iniciación: el beso de la gran sacerdotisa. A partir de ese momento, no se sabía qué iba a pasar. Las sacerdotisas eran rigurosas en el mantenimiento de sus secretos y ella había especulado mucho, hasta que se cansó porque no habría manera de saber cómo era ese ritual hasta que no estuviera en el centro de la sala como aspirante formal a sacerdotisa del Divino Profeta. Entre cuatro mujeres la llevaron tumbada hasta un lecho con los colores rojos que distinguían a la gran sacerdotisa. Allí se dirigió la gran sacerdotisa como si hubiera sido una esfinge egipcia. Allí se retiraron las cuatro hermanas (de hecho, tal era el nombre que recibían con respecto a la aspirante las mujeres que la portaban hasta la cama) a una distancia prudente y ella siguió mirando hacia el techo, cuajado de cristales resplandecientes, quizás alterada con alguna sustancia que le hacía ver los movimientos más lentos de lo normal pero que también inundaba sus retinas de colores cambiantes, caleidoscópicos, maravillosos...se sentía en el cielo, al lado del mismísimo Profeta. No notaba que las manos eran las de su médium, la gran sacerdotisa. Se dejó hacer, se dejó llevar, cuando le dijeron que también era su fiesta dudaba entre besar a la gran sacerdotisa (¿quién era ella para osar tal cosa?) o corresponderla con las dulcísimas caricias que ésta llevaba a cabo en todos los recovecos de su cuerpo. La gran sacerdotisa le susurró al oído:" no temas ni sientas vergüenza, ahora somos hermanas...¿no tendrás miedo de una hermana mayor?". "No, hermana mía. Me abruma vuestra grandeza". En aquel lugar lo último que esperaba escuchar la aspirante tímida era la carcajada que lanzó la gran sacerdotisa. Cuando dejó de reir, la besó una vez más y, cogiendo su mano hasta colocarla entre sus piernas le dijo "tenemos las dos la misma grandeza o la misma miseria, pero en cualquier caso, al divino Profeta le agrada". No sólo bella, sino también humana, hermana y madre, una amante entregada, una celosa guardiana de las sacerdotisas que a ella eran encomendadas...La aspirante se abandonó al calor que le recorría las entrañas y correspondió cada beso, cada, caricia, cada lengüetazo con humildad, con aceptación y goce, celebrando con la sacerdotisa primero y con sus hermanas de lecho después, la felicidad de haber sido encomendada a custodiar y preservar las intrucciones y el legado del Divino profeta. (Que sea ésa su voluntad) Archivado en: Rituales y Misticismos.
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