El cañón sobre ella.

Entonces podemos discutir por valor del ejército en sus labios; o apretar el gatillo. Porque más de lo que quieres admitir su existencia aquí te condiciona en lo importante. Te consumes por el ritmo no sostenido tras los latidos sordos de ese pecho de hueso y carne que se expande oxidándose; pero tú no eres esa clase de hombre, los dos lo sabemos. Vamos mírate, atrapado en el silencio a la fachada de las naciones; desolado en las verdades de un otoño de cien meses. ¿Cómo quieres estar bien?

Tendrías que verte desde fuera, con todos esos derroteros irreales, y con tu mente perdida deambulando por complicados vericuetos formantes de un laberinto de treinta dimensiones fractales. Tú y tu escasa capacidad de aceptación buscando una vía para un universo que no existe. Sigue, sigue por ahí; y al final sólo hallarás consuelo en el abismo perpetuo, o acabarás soñando no con sus segmentos, si no con caminar perdido en el jardín de las azaleas donde ya no existe nadie nunca más.

Es esta indefensión la que tratas de ocultar con espadas de barro gris; de barro quebrado, de barro de ceniza con el fluido que derramas en los cántaros de tu agua ocular. Nada que no sepas o no escriban todos tus abrazos ahogados en el aire... muriendo sin respuesta.

Entonces, como digo, podemos discutir sobre el monarca de los sueños, sobre el perfecto ingeniero del tiempo, o apretar el gatillo.

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Vaciló hasta que finalmente disparó.

Pero a su conciencia.

Colapsando ambos, derrumbados contra el último susurro.

Ven a mis gritos. Escápate a mis aplausos.

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